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Cuando Respira el Velo: Una Reflexión del Día de Muertos
By Tracy L. Barnett Posted in Activismo, Espiritualidad on 2 noviembre, 2025 0 Comments
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El aroma del cempasúchil y de las velas encendidas flota en el aire de la mañana. Las calaveras de papel de colores revolotean suavemente en la pared. Me alejo un paso para fotografiar el altar que he hecho para mis muertos queridos. El movimiento llama mi atención; extiendo la mano, preguntándome de dónde viene la brisa. Entonces lo comprendo: es la corriente ascendente creada por el calor de las velas que calienta el aire fresco de la mañana. Y sonrío, sintiendo que no estoy sola.

Altar del Día de Muertos decorado con cempasúchiles, velas, coloridas calaveras de papel y fotografías de seres queridos fallecidos, dispuestos sobre un mantel naranja en una casa de Guadalajara.
Un altar en Guadalajara resplandece con velas, cempasúchil, papel picado y los rostros de seres queridos. Cada fotografía y ofrenda honra una vida entrelazada con la del autor: familia, amigos, mentores y almas gemelas que siguen inspirando desde el más allá. (Foto: Tracy L. Barnett)

Liora me sonríe desde el Norte. Mis abuelos, junto con mis tíos y mi tía que partieron antes que yo, observan con serenidad desde el Este. En el Sur, como es su costumbre, está Coyote Alberto, con las manos y los ojos levantados hacia el Gran Más Allá. Al Oeste, la Abuela Margaret lleva su corona de flores y sus ojos chispean, como siempre.

Y en el Centro: Yuka+ye, de pie junto a Cilau frente a las puertas doradas de First Majestic Silver, inamovible, sosteniendo el bastón tallado del jefe Dan George — una afrenta a la mera existencia del imperio minero transnacional.

Más cerca del altar, mis amados hombres — aquellos que dejaron a nuestra familia demasiado pronto. Mi padre, Gary, sonriendo suavemente bajo la última nieve que alcanzó a disfrutar; de pie junto a mi madre frente a las torres lejanas del centro de Houston; irradiando ternura hacia el bebé que levanta de su regazo; y sonriendo nuevamente desde el asiento del conductor de mi Toyota Celica negro, en la frontera mexicana, preparándose para llevarlo de regreso a Misuri mientras yo me mudaba a Guadalajara.

Y el dulce rostro de mi hermano menor, Scott — mi único hermano — delgado y luminoso, resignado a la voluntad del Señor, sosteniendo su Biblia como un amuleto precioso en la portada del programa de su funeral.

Hay otros también: Eduardo, un querido amigo y educador, un emigrado de Cuba que dedicó su vida a desmentir los mitos nefastos sobre la revolución de la que había huido; James Ewing, el padre de mi cuñado, un maestro que se mantuvo firme ante los racistas que intentaban aplastar el espíritu de los niños de su comunidad; y Woody, mi amor, que sufrió mucho más de lo que merecía.

Pensé en las palabras de dos amigas latinas la otra noche — una mexicana, otra mexicoamericana de Nueva York — mientras pegaba con cuidado una flor de papel en la esquina de la foto de Liora. Les había preguntado si estaban haciendo sus altares. Se miraron entre sí antes de responderme.

“Nosotras no hacemos eso”, dijo una.
“Es una cosa generacional”, explicó la mexicana, una doctora de unos cuarenta años.
“O tal vez de clase”, añadió la neoyorquina, una profesionista de cincuenta y tantos.

Sus palabras quedaron resonando mientras pegaba una flor morada en la foto de Yuka+ye, quien luchó por los lugares sagrados de su pueblo — y me recordó que toda la Tierra es sagrada.

“Qué lástima”, murmuré, más para mí que para ellas.

Me sorprendió darme cuenta de lo fácil que esta ceremonia tan poderosa — antaño el corazón espiritual de nuestra memoria compartida — se ha convertido, para tantos, en una pieza de folclor pintoresco y prescindible. Para disfrutar en los desfiles y las fiestas, sí — pero en la intimidad del hogar, donde su medicina espiritual sigue viva y palpitante — ya no.

Mientras colocaba la última flor, comprendí que todas las personas de ese círculo habían sido, a su manera, activistas, luchadores y maestros por el mundo mejor que sabían posible. Agradecí a cada uno por la antorcha que me habían pasado. ¿Qué dirían de estos tiempos tan peligrosos en los que vivimos? Anhelo su sabiduría, su humor, su chispa creativa… y rezo por tener la fuerza de encontrar esas mismas chispas en mí, al entrar en la contienda.

Para mí, este ritual es mucho más que folclor. Es una poderosa tecnología espiritual heredada de los ancestros — al menos, un bello contenedor para la sanación ancestral, una manera de celebrar y llorar a nuestros muertos. Y, si tenemos mucha suerte, se convierte en algo más: un portal trascendente, donde por un instante, realmente están aquí.

Primer plano de un altar del Día de Muertos con coloridas guirnaldas de calaveras de papel y retratos de familiares y amigos fallecidos expuestos sobre un fondo negro, simbolizando el recuerdo y la conexión.
En sentido contrario a las agujas del reloj, desde la derecha: Liora Adler, bailarina profesional, cofundadora de la Ecoaldea Huehuecoyotl, la Universidad Gaia, la Caravana Arcoíris de la Paz y muchas otras iniciativas regenerativas; mis abuelos paternos, Wil y Edna Brunk, sentados al frente y en el centro, rodeados de sus hijos, mis tías y tíos; Coyote Alberto Ruz, autor, activista y mago rebelde, cofundador de la Ecoaldea Huehuecoyotl, la Universidad Gaia, la Caravana Arcoíris de la Paz y muchas otras iniciativas regenerativas; Abuela Margarita, maestra y ceremonialista, pionera en la celebración y el cuidado de lo Divino Femenino; al centro, Jesús Yuka+ye Lara Chivarra, educador, líder del pueblo Wixárika y embajador y activista indígena internacional; abajo: mi padre, Joseph Gary Brunk, padre de nueve hijos, abuelo de 50, maquinista, carpintero, mecánico, reparador, creador y solucionador de problemas, y fundador de la granja familiar Paradise Valley; mi hermano, Scott Joseph Brunk, ingeniero de software en Garmin International, padre de cinco hijos, un maestro para todos nosotros en las lecciones de cómo vivir y cómo morir. (Foto: Tracy L. Barnett)

Tracy L. Barnett

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