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Danzando por la Madre: De Tonantzín a la Virgen de Zapopan
By Tracy L. Barnett Posted in Cultura, Espiritualidad, Mexico on 16 octubre, 2025 0 Comments
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GUADALAJARA – Las calles estaban en silencio mientras me dirigía hacia la intersección de Atenas y Vallarta, donde la Jefa Paty me había dicho que me esperaría. Ella, y literalmente decenas de miles de personas más, se habían estado reuniendo por varias horas, empezando en la Misa en el Catedral y luego dispersado sobre toda la Calle Juárez y luego Vallarta. La Romería 2025 había comenzado.

Al bajar del coche escuché el insistente golpeteo de los tambores: una hilera de barriles metálicos montados sobre ruedas. Era mi primera Romería como danzante, y al abrirme paso entre la multitud, los penachos emplumados marcaban el ritmo sobre mi cabeza. Sentí una oleada de exaltación, mezclada con una sobrecogedora emoción.

Busqué un rostro familiar entre los cientos que me rodeaban, esperando su turno para entrar en el río vibrante de humanidad que avanzaba por Vallarta hacia la Basílica de Zapopan. Los estandartes se alzaban en formación al frente de esta comparsa de aproximadamente 350 danzantes, proclamando la afiliación de quienes venían detrás, todos moviéndose al compás de los tambores: LA DANZA RITUAL AZTECA DEL ESTADO DE JALISCO – HERMANOS PLASCENCIA.

Paty no aparecía por ninguna parte entre el vasto mar de humanidad ondulante, girando y remolineando, resplandeciente bajo las luces de la calle con sus atuendos de gala: enormes penachos y túnicas doradas de estilo mexica en un brillante arcoíris de colores.

—Pregúntale al jefe —me dijo alguien, señalándolo.

Divisé a un hombre musculoso de mediana edad con un enorme penacho, la mitad de su rostro pintado como una calavera. Perfectamente normal aquí, pero un poco más imponente que el danzante promedio —si es que tal cosa existía—, y parecía estar coordinando el grupo.

Cuando me acerqué a él, se volvió a verme con amabilidad a través de su rostro macabro.
—¿Ha visto a la Jefa Paty Ríos? —pregunté.
—No, no ha llegado.
—Me dijo que la esperara aquí —expliqué.
—No te preocupes, llegará. Y si no, baila con nosotros. Será como si ella estuviera aquí.

Me pareció extraño, porque la había llamado al salir de casa a las 4 de la mañana y me había dicho: “¡Vente!”. Pero ahora mi teléfono no se conectaba. Recordé con desasosiego el maratón del año pasado, cuando llegué tarde y pasé toda la peregrinación, desde la Avenida México hasta la Basílica, buscándola. Esta vez estaba decidida a encontrarla y bailar a su lado.

Primero decidí observar un poco. Los pasos eran parecidos a los que practicamos en mi círculo de danza mexica, pero en línea, en procesión, en lugar del círculo habitual. Reconocí el ritmo del Nahui Ollin, la secuencia básica que sirve de punto de partida y de retorno después de cada danza. Me uní con cautela, probando mi tobillo lesionado, girando cuidadosamente y marcando los Cuatro Movimientos que dan nombre a la danza.

A mi lado danzaba una mujer con un hermoso huipil bordado a mano. Se llamaba Lupita, y al verla marcar el compás con su ayacaxtle (maraca), me di cuenta de que había olvidado la mía. Se lo mencioné.
—No te preocupes —me dijo—. Usa esta.
Y me entregó una pulsera hecha de ayoyotes, las vainas que los danzantes utilizaban para fabricar los cascabeles que producen ese característico sonido al bailar.

Era justo lo que necesitaba. Di un paso o dos detrás de ella y comencé a entrar en ritmo durante un par de danzas. Pero Paty tenía que estar allí, y yo tenía que encontrarla. Así que me despedí de Lupita y seguí buscando.

Finalmente distinguí su penacho morado ondeando entre la multitud, justo detrás de la línea de estandartes. Allí estaba, espléndida con su tocado y el vestido de estilo lakota que le había hecho una amiga —porque Paty es Danzante del Sol, con una larga relación con el pueblo lakota, guiando búsquedas de visión y ceremonias de temazcal en el ecovillage que ayudó a fundar hace unos 30 años: la Comunidad Ecológica Los Guayabos.

—¡Hermana mía! ¡Aquí estás! —exclamé aliviada.
Paty, que es mitad irlandesa, es tan güerita como yo, de ojos azules brillantes, y me llama su hermana.
—Sí, aquí he estado, tal como te dije —respondió riendo mientras me abrazaba.

Jefa Paty con su querida amiga Renata Jiménez

La Jefa Paty, como la llaman sus legiones de seguidores, es la primera mujer mexicana —o tal vez la primera mujer, punto— en ser honrada con un penacho por el famoso Jefe Lakota Leonard Crow Dog.

Me sorprendió que entre tantas personas a quienes pregunté por Paty, muchas no la conocían realmente, y ninguna la había visto. Fue entonces cuando supe que el grupo de los Hermanos Plascencia cuenta con 350 miembros, muchos venidos de la Ciudad de México y de los Estados Unidos, y que solo se reúnen en esta época del año; así que no era tan raro que no todos se conocieran entre sí.

Había llegado justo a tiempo. Finalmente, después de más de una hora de espera en aquella intersección, la línea comenzó a moverse. Los organizadores de la procesión dieron la señal: era hora de entrar.

Nos alineamos detrás de los estandartes, que portaban imágenes de la Virgen adornadas con flecos y borlas, grabadas con palabras de alabanza. Uno de los portadores destacaba por su sencillez: vestía camisa y pantalón blancos de manta tradicional, adornado solo con pañuelos rojos —al estilo de los mexicas, con quienes yo danzo. Me acerqué a él con mi sencillo vestido blanco y mi faja roja, y le pregunté si era danzante mexica. Lo era, y le expresé mi alegría y solidaridad. Se llamaba William y había venido desde San Diego.

Me pareció curioso que en esta agrupación de 350 personas hubiera solo una persona como yo —en más de un sentido.

Nos movíamos con un solo corazón, una sola comunidad, un solo organismo poderoso: unos 40,000 danzantes entre millones de fieles que habían llegado la noche anterior con tiendas, cobijas y sillas plegables para asegurarse un lugar en primera fila ante el espectáculo.

Volví a mi lugar junto a Paty y Renata. Finalmente comenzamos a avanzar, a tomar nuestro sitio entre las multitudes que fluían como un río por la Avenida Vallarta. Pasamos frente a los puntos familiares —el edificio Telmex, el Oxxo, el café Chai con sus mesas y sombrillas, el centro Move Wellness—, todos transformados, de algún modo mágicos, bajo la luz gris del amanecer y la trascendencia del momento.

Miré los rostros asombrados a ambos lados de la calle y sentí que las lágrimas subían a mis ojos. El Gran Espíritu verdaderamente me había regalado una vida como ninguna otra, pensé, y me invadió una profunda ola de gratitud.

Pero entonces recordé lo que había aprendido en la Romería del año pasado: nosotros no éramos el evento principal.
No, ni de lejos. La atracción central, aquella por la que la gente había viajado miles de kilómetros y acampado en los camellones de la ciudad con la esperanza de vislumbrarla, sería una diminuta figura enjoyada, bordada en oro y resguardada en vidrio, cargada en un andamio ornamentado, y venerada por multitudes a lo largo de los siglos de una manera que las palabras apenas pueden expresar.

Y entonces recordé que no se trataba solo de una figura.
La Virgen de Zapopan, como la Virgen de Guadalupe, es solo una representación física de la Madre del Dios cristiano —pero también de Tonantzín, la madre de todos los dioses y diosas, la Madre Tierra misma, que estaba aquí mucho antes de que Jesús caminara sobre la faz de la Tierra.

¿Qué hacer ante tal majestad ecuménica sino alegrarse?

Y así, bailé.

Tracy L. Barnett

Guadalajara Romeria


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