Los tambores resonaban por la calle Progreso desde el Centro Cultural Tantuyo, mientras el aroma del maíz, el coco y el café se mezclaba en el aire. Bajo hileras de papel picado, mujeres de Venezuela, Colombia, Francia, Perú, y otros rincones del mundo ofrecían sabores de sus tierras — y un vistazo a nuevos comienzos.
La séptima edición del Bazar de las Mujeres Migrantes, organizado por el colectivo de mujeres Caminantas, transformó una tarde tranquila en Guadalajara en una celebración de la resiliencia feminina en el exilio.

En todo el mundo, el desplazamiento se ha convertido en una realidad definitoria de este siglo. Las crisis políticas, el colapso económico, la violencia de género y los impactos acelerados del cambio climático han obligado a millones a abandonar sus hogares — a menudo con poco más que una maleta y la esperanza.
En México, muchas de estas personas migrantes son mujeres que enfrentan una doble barrera: como extranjeras y como cuidadoras, luchan por encontrar trabajo digno y seguridad. Otras llegan por motivos distintos —negocios, estudios o amor—, pero comparten la necesidad de tejer redes de apoyo y afecto en una tierra nueva.
Caminantas nació de esa realidad. Sus fundadoras comprendieron que el empoderamiento comienza no solo con oportunidades económicas, sino con el sentido de pertenencia: con ser vistas y acompañadas. El bazar es una expresión de esa visión, un espacio donde la comida, el arte y la conversación tejen nuevas redes de solidaridad.
“Realizamos dos bazares al año,” explicó Mariángel Vielma, desde la área de vinculación de Caminantas, quien llegó a México desde Venezuela. “Están pensados para que las mujeres migrantes y refugiadas de nuestra red tengan un espacio donde puedan vender sus productos y promover su trabajo.”
A lo largo de siete ediciones, el evento se ha convertido en una incubadora de pequeños emprendimientos. “Varias de ellas ya han logrado crear sus marcas y crecer desde aquel primer bazar hasta este último,” dijo. Una de sus historias favoritas es la de Estefi, una mujer salvadoreña que comenzó vendiendo pupusas en el bazar y ahora tiene su propio restaurante. “La idea es ayudar a las mujeres a ganar autonomía económica — y verlas prosperar, ese es el objetivo.”

Caminantas inicia en 2021, por iniciativa de dos mujeres colombianas, Marcela Pérez y Laura Cortés. Nació como un pequeño grupo de mujeres colombianas que, al ver la falta de información clara sobre trámites migratorios e integración en Guadalajara, comenzaron a reunirse para compartir datos útiles con otras mujeres en su misma condición de migrantes y refugiadas.
Con el tiempo, esos intercambios informales se transformaron en una red abierta y diversa, con líneas de trabajo que hoy incluyen acompañamiento legal y psicosocial, procesos formativos y el Bazar de las Mujeres Migrantes como plataforma para impulsar la autonomía económica.
“Desde el inicio, nuestro objetivo fue crear espacios de acompañamiento y autonomía,” contó Vielma. “No caridad, sino comunidad.”
Hoy, Caminantas continúa esa misión con iniciativas como el bazar, talleres de costura y cocina, y alianzas con instituciones locales que ayudan a las mujeres a regularizar su situación migratoria o acceder a servicios de salud y educación. La visión, añadió, es ampliar su alcance a otras regiones de México — y eventualmente enlazarse con redes similares en toda América Latina.

La asistencia ha crecido con cada edición. “En el último bazar contamos 106 personas registradas en la entrada,” dijo Vielma. “Pero estimamos que entre 110 y 140 asistieron en total.” Para Caminantas, añadió, ese crecimiento significa más visibilidad — y más comunidad.
En uno de los puestos, Nélida Vásquez, de Perú, servía cremosas papas a la huancaína y una brillante causa rellena, mientras Karina y Héctor, de Venezuela, doraban humeantes cachapas sobre el comal. Cerca de allí, la abogada ambiental colombiana María Patricia Jiménez Fernández sonreía detrás de una mesa repleta de empanadas doradas y bandejas de dulces de coco, típicos de su natal Cartagena.

“Soy abogada de profesión,” contó más tarde. “Me especialicé en educación y derecho ambiental. Amo todo lo relacionado con el medio ambiente, y vine aquí por circunstancias que escaparon a mi control.”
Jiménez había trabajado en casos de restitución de tierras y de defensa ambiental para comunidades campesinas en Colombia cuando comenzaron las amenazas. “Por ese tipo de trabajo estoy aquí. Muchos abogados como yo se han visto obligados a salir del país — algunos incluso han sido asesinados. Tuve que dejar mi vida, mi trabajo, todo, por amenazas relacionadas con el ejercicio de mi profesión como abogada.”
Ahora, en Guadalajara bajo protección humanitaria, está empezando de nuevo. “Quiero volver a trabajar en lo que amo — el derecho y todo lo relacionado con el medio ambiente. Por ahora, participar en el bazar es lo que me permite sostenerme, y estoy profundamente agradecida con Caminantas. Al mismo tiempo, estoy estudiando para revalidar mi título aquí en México y así poder aportar mi granito de arena desde mi especialidad en educación ambiental.”
Por ahora, vende sus empanadas y dulces en el bazar, donde dice haber encontrado una nueva comunidad y fortaleza.

La historia de Vielma refleja la de María Patricia y la de muchas otras mujeres de la red Caminantas. Geógrafa y defensora de derechos humanos, llegó a Guadalajara en diciembre de 2020. “Cuando encontré la página de Caminantas en Facebook, me encantó lo que hacían,” recordó. “Había trabajado con organizaciones en mi país para la defensa territorial frente a un proyecto minero a gran escala.”
Ahora, desde su trabajo con Caminantas, ayuda a conectar a mujeres migrantes con servicios, capacitación y aliados comunitarios — mientras ella misma sigue navegando la vida como migrante. “El bazar no se trata solo de vender,” dijo. “Se trata de reconstruir vidas juntas.”
El espíritu de esa frase llenó el aire aquella tarde en Tantuyo: Vielma y Jiménez se unieron a la fila de mujeres que bailaban al ritmo de la batucada brasileña, entre risas y saludos mientras los niños jugaban entre los puestos. A medida que el sol bajaba sobre la calle Progreso, el ritmo se aceleró. Mariángel, María Patricia y decenas de mujeres más entrelazaron los brazos y bailaron, sus carcajadas elevándose por encima de los tambores. Los niños corrían entre ellas, con globos y empanadas a medio comer. Cuando sonó el último golpe del tambor, las mujeres se giraron juntas para limpiar las mesas, apilar sillas y barrer el piso cubierto de confeti — aún sonriendo, aún conversando.

Por un momento, no hubo fronteras, ni papeles de asilo, ni pasado que dejar atrás — solo el pulso compartido de la vida, el sonido de la renovación.
“Se trata de reconstruir vidas juntas,” había dicho Mariángel. Y esa tarde de sábado, en el corazón de Guadalajara, eso era exactamente lo que estaban haciendo.
“Cada bazar es como un mapa de América Latina,” reflexionó Vielma. “Cada puesto cuenta una historia.”
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